El proyecto de nueva Ley Ómnibus recibió esta mañana media sanción de la Cámara de Diputados por 142 votos positivos a 106 negativos. Pese al retiro de varias de las empresas que inicialmente se preveía privatizar, la operadora de pasajeros Trenes Argentinos Operaciones (SOFSE) y Trenes Argentinos Cargas (TAC o BCyL, por su razón social formal) quedaron en la lista destinada a “privatización o concesión”.
El oficialismo y los bloques legislativos aliados habían impuesto el criterio de que la votación en particular se realizara por capítulos (bloques) en lugar de artículo por artículo, como había ocurrido con el proyecto original en febrero. Esto aseguraba mayor apoyo, por la reticencia de ciertos diputados a bloquear la aprobación de amplios sectores de la ley ante alguna diferencia puntual. De esta manera, el capítulo que incluía la privatización de las empresas ferroviarias fue aprobado por 138 votos afirmativos a 111 negativos.
En total, las privatizaciones aprobadas fueron las de la operadora de las centrales nucleares de Atucha y Embalse, Nucleoeléctrica Argentina; Yacimientos Carboníferos de Río Turbio; Aerolíneas Argentinas; ENARSA; Radio y Televisión Argentina (TVP y Radio Nacional); Intercargo; AySA; Correo Argentino; Corredores Viales; y las dos empresas operadoras de Trenes Argentinos, SOFSE (pasajeros) y TAC (cargas).
Entre los votos favorables se contabilizó todo LLA y el PRO, más la mayoría de los diputados de la UCR, Coalición Cívica, del sector de Miguel Pichetto y de los bloques identificados con gobernadores de provincia, como los diputados misioneros, salteños, tucumanos, neuquinos o rionegrinos. Si bien desde la privatización de la década de 1990 los trenes de pasajeros están mayormente circunscritos al AMBA, cabe señalar que varios de estos podrían perjudicarse por el cierre de servicios locales como Güemes-Salta-Campo Quijano o el Tren del Valle en Neuquén, entre otros.
Se opusieron el bloque de UxP, el FIT y algunos casos aislados, como los socialistas Mónica Fein y Esteban Paulón, y la diputada Natalia de la Sota, del bloque de Miguel Pichetto. Como nota de color, la votación en particular le permitió a Florencio Randazzo desmarcarse de su apoyo en general al proyecto oficial: habría sido una notoria contradicción que la voz cantante del proceso de reestatización ferroviaria de 2012-2015 hubiera avalado el retorno de las concesionarias.
El proyecto pasará ahora al Senado. La velocidad con la que este lo comience a tratar será una señal del grado de apoyo que tenga garantizado el Gobierno: la votación en Diputados sugiere un fuerte apoyo de la mayoría de los gobernadores del interior del país. Recientemente, el ministro Francos anunció la paulatina reactivación de “la obra pública estratégica”, sujeta a la negociación con los mandatarios provinciales.
Si el Senado aprobara el proyecto tal cual recibió media sanción de la Cámara de Diputados, quedará a discreción del Gobierno si los servicios que prestan SOFSE y TAC, así como los bienes de su propiedad, son puestos a la venta o entregados a concesionarios privados, tal cual el modelo ferroviario del menemismo.
De cualquier manera, la delegación de facultades aprobada por Diputados también habilitaría al gobierno de Javier Milei a transformar, fusionar, transferir a las provincias o incluso cerrar las demás empresas ferroviarias no incluidas en el proyecto de privatización: el holding Ferrocarriles Argentinos y la Administración de Infraestructura Ferroviaria –titular de todas las vías, estaciones y terrenos ferroviarios operativos del país–, además del ente residual Trenes Argentinos Capital Humano (DECAHF).
Cabe destacar que en la Argentina ya rige por ley, desde 2015, un modelo de acceso abierto al sistema ferroviario, en que cualquier jugador público o privado debería ser capaz de prestar servicios de cargas o de pasajeros sobre cualquier punto de la red ferroviaria. Es el mismo esquema que existe en los países de la Unión Europea. Al igual que en Europa, presupone –también de acuerdo a la ley 27.132 vigente, que no sería derogada ni modificada– la administración estatal de la infraestructura y de los sistemas de control de circulación de trenes. Se desconocen los planes oficiales al respecto, más allá de la total interrupción de la obra pública: la primera versión de la Ley Ómnibus preveía también la venta de ADIF.
El antecedente de la privatización ferroviaria de la década de 1990 señala que las concesiones fueron un pésimo negocio para el Estado: degradaron el patrimonio público, llevaron a una desinversión crónica que debió en última instancia ser paliada por el mismo Estado, y ni siquiera significaron un ahorro en términos fiscales.
En efecto, no sólo el Estado se hizo cargo ya desde un comienzo de todos los planes de inversión de las concesionarias de pasajeros –el capital privado nunca tuvo la capacidad ni la rentabilidad suficiente para justificar inversiones en infraestructura o renovación de material rodante– sino que acabó subsidiando a las concesionarias del AMBA por montos similares a los que insumía la operación de la antigua Ferrocarriles Argentinos en todo el país. La contracara: la pérdida los trenes de pasajeros fuera de Buenos Aires, la degradación sistemática de la infraestructura en manos de las concesionarias cargueras y, en el caso de estas últimas, las propias inversiones que debió afrontar el Estado –como las encaradas por Trenes Argentinos Cargas en la última década– para recuperar sectores de la red que se habían vuelto intransitables. En el caso del AMBA, el generalizado deterioro de los trenes metropolitanos sólo pudo comenzar a ser revertido gracias a la enorme inversión estatal a partir de 2012, que permitió incorporar más de 1000 nuevos coches al servicio, renovar vías en los principales corredores o electrificar el ramal a La Plata de la línea Roca, entre otros proyectos demorados y, ahora, virtualmente caducos.
El proyecto de privatización parece basarse únicamente en la obsesión presidencial de negar la existencia de cualquier interés social que no pueda expresarse en términos de rentabilidad individual. Es un criterio especialmente reñido con el funcionamiento de un sistema ferroviario de pasajeros, cuyas externalidades positivas –como la capacidad de movilizar enormes flujos de personas, la integración social y urbana, la disponibilidad de fuerza de trabajo para las empresas y el abaratamiento del costo laboral– difícilmente se reflejan en un resultado contable. Es por esta razón que los trenes de pasajeros son estatales casi sin excepción en el mundo desarrollado, incluyendo en las grandes ciudades de los Estados Unidos y Canadá.
La privatización de un servicio sin rentabilidad comercial, como ocurrió en la Argentina en la década de 1990, sólo resulta posible por la decisión política de sostener directa o indirectamente a un intermediario privado, sea a través de subsidios o de la cobertura estatal de todo riesgo empresario. Es un esquema que, más allá de su dudosa conveniencia fiscal, pervierte el funcionamiento del servicio público al generar toda clase de incentivos para la corrupción pública y privada, como demuestra la propia experiencia local: la tasa de ganancia del intermediario privado acaba dependiendo del nivel de ahorro que ejecute sobre las condiciones de servicio, cuyo corolario trágico –la tragedia de Once– parecía hasta ahora una lección histórica ampliamente aceptada. Esta realidad resultó ajena al tratamiento del proyecto en Diputados: ni siquiera se discutió.