13 octubre 2024

Ley Ómnibus: buscan privatizar hasta la infraestructura ferroviaria

El Gobierno envió al Congreso el proyecto de la "Ley Ómnibus" de reforma del Estado. La iniciativa contempla la venta de todas las empresas estatales, entre las que se encuentran las cinco ferroviarias: el holding Ferrocarriles Argentinos y sus cuatro subsidiarias de pasajeros, cargas, infraestructura y capital humano. El Estado no conservaría ninguna intervención en el sector y se desharía hasta del manejo de la infraestructura, en una visión radicalizada que no existe en prácticamente ninguna parte del mundo y fracasó allí donde se intentó.

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El Gobierno envió este miércoles por la tarde al Congreso Nacional el proyecto de “ley ómnibus” para la reforma del Estado, a la que bautizó como “Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos”.

Entre otras materias, en su artículo 8° el proyecto declara “sujetas a privatización” la totalidad de las empresas estatales, en los términos de la Ley de Reforma del Estado 23.696, aprobada durante el gobierno de Carlos Menem.

Entre estas se encuentran las cinco empresas ferroviarias estatales: Trenes Argentinos Operaciones (SOFSE), Trenes Argentinos Infraestructura (ADIF), Trenes Argentinos Cargas (TAC/BCYL), Trenes Argentinos Capital Humano (DECAHF), así como el holding ferroviario nacional Ferrocarriles Argentinos (FASE).

De esto se desprende que el Estado no conservará ninguna empresa ferroviaria de su propiedad, siquiera como órgano rector, gestor de la infraestructura o propietario de última instancia del sistema ferroviario nacional.

Tal como anticipó el presidente Milei durante su campaña –expresiones posteriormente ratificadas por su ministro de Infraestructura, Guillermo Ferraro–, se trata de una reforma radical que busca retirar completamente al Estado de cualquier rol en el sector.

En este sentido, el proyecto va notoriamente más allá del modelo ensayado en la década de 1990, que implicaba la entrega en concesión de la explotación de los servicios a un operador privado durante un cierto plazo (típicamente, de 30 años), tras el cual los bienes concesionados revertirían al Estado, su propietario.

En cambio, la iniciativa presentada este miércoles no sólo implica un retiro de cualquier tipo de intervención directa del Estado sobre la operación ferroviaria, sino la venta de la infraestructura ferroviaria, que es patrimonio público, al sector privado. 

Se trata de una visión radicalizada, que no existe en prácticamente ninguna parte del mundo. Excepción hecha del muy particular caso de Japón –una privatización parcial y muy regulada de partes del sistema–, sólo Gran Bretaña intentó una medida semejante en tiempos del gobierno conservador de John Major: Margaret Thatcher siempre se opuso por considerarla una idea excesiva. Apenas tres años después de la privatización la infraestructura ferroviaria británica debió ser reestatizada y en la operación, si bien subsisten concesionarias privadas –muy cuestionadas–, cada vez tiene mayor participación el Estado. Hasta The Economist y Bloomberg han publicado columnas en que la privatización ferroviaria británica es considerada un fracaso tanto en términos económicos como de servicio.

En el resto de Europa, el modelo de separación vertical entre operación e infraestructura (que es ley en la Argentina, a pesar de que su implementación no se haya desplegado plenamente) fue creado explícitamente con el objetivo de permitir la participación privada y la competencia en la operación de los servicios de cargas y pasajeros, pero manteniendo siempre la gestión y la propiedad de la infraestructura en manos del Estado, un reclamo que en cuanto a la red ferroviaria argentina de hecho comparten hasta las concesionarias cargueras todavía vigentes (NCA, Ferrosur y FEPSA).

La privatización estructural del sistema abre una etapa de enorme incertidumbre para los ferrocarriles en la Argentina: no sólo por la falta de certezas sobre la existencia de potenciales interesados en invertir en el negocio –tal como advirtió la entonces candidata presidencial Patricia Bullrich–, sino sobre la misma continuidad de los servicios, especialmente los de pasajeros, que son por definición deficitarios, en el caso de que fracase su futura privatización.

Un aspecto particularmente alarmante de la propuesta es que una vez transformados los terrenos ferroviarios en propiedad privada, no existiría ninguna garantía de que los mismos continúen estando afectados a ese uso específico. En este contexto, podrían ser vendidos por sus eventuales dueños para cualquier otro uso: su venta como terrenos sería más rentable para el sector privado que su explotación ferroviaria.

Por lo demás, no termina de quedar claro cuál sería el beneficio para el interés público de esta enajenación de patrimonio y cesión de negocios a privados, toda vez que cualquier operador privado de pasajeros requiere de subsidios estatales para funcionar, que los estándares de los servicios aún concesionados son menores a los estatales, y que hasta informes de organismos internacionales certifican que la operación estatal es más barata que la privada.

Vale recordar, a fin de cuentas, que la renovación masiva de material rodante en los trenes metropolitanos del AMBA realizada durante los últimos diez años, así como la incorporación de nuevo material para cargas y renovaciones de vías realizados con préstamos de China, sólo fue posible por la inversión estatal en el sistema. Cabe preguntarse, en fin, si la obsesión de Javier Milei con privatizar todo sin matices ni distingos se apoya sobre alguna premisa racional o directamente no admite discusión: entonces estaríamos hablando de algo muy distinto.

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